Cómo conseguir que los estudiantes se abran sin hacer preguntas
El arte de la conversación parte II
¿Alguna vez has sentido que, por más que preguntas a tus estudiantes, obtienes solo respuestas cortas, vacías o calculadas? Como docentes, estamos entrenados para hacer preguntas. Pero, ¿qué pasaría si te dijera que hay una forma más efectiva de fomentar la participación, estimular la reflexión y conectar emocionalmente con tus alumnos, sin hacer una sola pregunta?
Esta técnica se llama elicitación, y aunque proviene del mundo de la inteligencia y el espionaje, tiene un potencial increíble en el aula. En este artículo te contaré cómo funciona, por qué es tan poderosa y cómo puedes aplicarla en tu práctica docente para conseguir que tus estudiantes se abran, piensen más profundamente y hablen con autenticidad.
¿Qué es la elicitación?
La elicitación es una técnica conversacional que se basa en obtener información no a través de preguntas, sino mediante declaraciones. En lugar de decir “¿Qué opinas de esta escena de la película que acabamos de ver?”, podrías decir algo como “Hay algo en esta escena que me deja una sensación rara, como si dijera más de lo que parece a simple vista”. Al hacerlo, abres un espacio en el que la otra persona —en este caso, tu estudiante— siente libertad para responder sin la presión de “dar la respuesta correcta”. La invitación a explorar la ambigüedad despirta la curiosidad y reduce el miedo al error.
Este método fue documentado por John Nolan en su libro Business Secrets You Can’t Find (un texto difícil de encontrar hoy en día, pero cuya influencia persiste). Su base es psicológica: cuando escuchamos una pregunta, se activa un mecanismo de vigilancia interna que filtra la respuesta, especialmente si estamos en un contexto evaluativo. En cambio, cuando respondemos a una afirmación, ese filtro se relaja. La mente siente que está simplemente reaccionando, no siendo evaluada.
¿Por qué funciona esto en el aula?
Los estudiantes —sobre todo adolescentes— muchas veces se sienten juzgados al responder. Quieren evitar equivocarse. Prefieren el silencio o las respuestas mínimas (“sí”, “no”, “supongo”) a correr el riesgo de decir algo incorrecto o ridículo delante de sus compañeros o del profesor. El problema no es falta de interés; es el entorno mental que activa la pregunta.
Al usar declaraciones en vez de preguntas, les permites entrar en la conversación sin sentirse presionados. Les das un lugar para proyectarse, no para defenderse.
Quizás el verdadero problema de las preguntas es que colocan al alumno bajo el foco. Y bajo el foco, rara vez se arriesgan: instintivamente, se protegen.
Ejemplo en acción: “El otro día escuché que…”
Otra forma muy eficaz de aplicar la técnica de elicitation es compartir información a medias o una observación que sugiera que hay algo más detrás. No se trata de inventar, sino de ofrecer una entrada que invite a la otra persona a completarla.
Imagina que estás en la sala de descanso con un compañero de trabajo. Podrías decir algo como:
“El otro día escuché que están reestructurando varios equipos en la empresa, pero no dijeron mucho más…”
Lo más probable es que tu compañero, si tiene algo que aportar, diga algo como:
“Sí, parece que van a fusionar el departamento de marketing con el de comunicación. La gente está bastante inquieta.”
Ahí puedes reaccionar con algo como:
“¡No me lo puedo creer!
Y lo más probable es que el otro continúe:
“Claro, y además ya empezaron a mover gente sin decir nada oficialmente. Ayer cambiaron al coordinador del equipo creativo sin previo aviso.”
Y así, sin hacer una sola pregunta, lograste que tu interlocutor compartiera información valiosa, que de otro modo quizás habría reservado o filtrado si hubieras empezado con: “¿Sabes algo de los cambios en la empresa?”
Aplicación en el aula
Veamos ahora cómo esto se traduce a la práctica docente.
💬 Situación 1: Literatura
Pregunta típica:
“¿Qué mensaje crees que intenta transmitir el autor con este poema?”
Versión con elicitation:
“Este poema me da una sensación de soledad muy densa, como si el autor estuviera encerrado en sí mismo.”
Lo que ocurre aquí es que dejas espacio para que el estudiante reaccione a tu experiencia, no a una pregunta directa. Y probablemente dirá algo como:
“Sí, pero también hay como una esperanza al final, ¿no? Como si estuviera esperando algo…”
Ahora tienes una conversación real. No un examen disfrazado.
💬 Situación 2: Historia
Pregunta típica:
“¿Crees que esta revolución fue justa?”
Versión con elicitation:
“Es curioso cómo la historia suele recordar a los ganadores como héroes, aunque hayan hecho cosas cuestionables.”
Aquí activas la curiosidad. Estás sembrando una semilla que invita a pensar. Y lo más importante: no estás exigiendo una respuesta, estás provocando reflexión.
¿Cómo practicar esta técnica?
La elicitación es un arte que se puede entrenar. Aquí tienes algunas estrategias:
1. Haz comentarios que insinúan duda o ambigüedad
Estas son declaraciones que invitan a completar, corregir o comentar. Ejemplos:
“No estoy seguro de entender por qué este personaje actúa así...”
“Parece que esta parte del texto contradice lo que decía antes…”
2. Usa observaciones personales o emocionales
“Esta imagen me resulta muy inquietante, no sé por qué.”
“Algo en este fragmento me recordó a cuando era niño.”
Este tipo de declaraciones hace que el otro quiera aportar su interpretación o conectar con su propia experiencia.
Cómo no hacerlo
Esta técnica no funciona si las declaraciones:
Suenan como preguntas disfrazadas (“Este poema quiere transmitir algo, ¿no crees?”).
Parecen cerradas o autoritarias (“Está claro que el autor solo critica la guerra, no hay otra lectura posible.”).
Buscan manipular en lugar de invitar a pensar.
Recuerda: la clave es crear un vacío al que el otro quiera responder, no empujar una idea.
Impacto en la dinámica del aula
Cuando los estudiantes sienten que pueden hablar sin miedo, algo cambia:
Participan más, incluso los más callados.
Desarrollan pensamiento crítico, porque están dialogando con ideas, no respondiendo preguntas.
Sienten que su voz importa, porque no están buscando complacer al profesor, sino aportando desde sí mismos.
Y tú, como docente, pasas de ser un “evaluador de respuestas” a un facilitador de conversaciones con sentido.
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«A mí, Hasan, hijo de Mohamed el alamín, a mí, Juan León de Médicis, circuncidado por la mano de un barbero y bautizado por la mano de un Papa, me llaman hoy el Africano, pero ni de África, ni de Europa, ni de Arabia soy. Me llaman también el Granadino, el Fesí, el Zayyati, pero no procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía. Mis muñecas han sabido a veces de las caricias de la seda y a veces de las injurias de la lana, del oro de los príncipes y de las cadenas de los esclavos. Mis dedos han levantado mil velos, mis labios han sonrojado a mil vírgenes, mis ojos han visto agonizar ciudades y caer imperios. Por boca mía oirás el árabe, el turco, el castellano, el beréber, el hebreo, el latín y el italiano vulgar, pues todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Mas yo no pertenezco a ninguna. No soy sino de Dios y de la tierra, y a ellos retornaré un día no lejano».
León el africano, de Amin Maalouf
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Louis Armstrong: la trompeta que nunca olvidó sonreír
Nació en una esquina olvidada de Nueva Orleans, donde el barro y la música se mezclaban en las calles como el sudor y el humo en una sala de jazz. Louis Armstrong vino al mundo pobre. Pobre de todo, menos de alma. Hijo de una ciudad rota y vibrante, de una madre que cosía esperanzas y de un barrio donde lo más parecido a un futuro era sobrevivir al presente.
De niño, vendía carbón. Dormía donde podía. Aprendió a tocar la trompeta en un reformatorio, no porque alguien le enseñara, sino porque alguien dejó un instrumento a su alcance. Y con cada nota, rompía algo: la oscuridad, la resignación, la idea de que un niño negro y pobre estaba condenado al silencio.
Tocó en burdeles, en tugurios, en clubes donde el whisky corría más que el respeto. Pero ahí, entre humo y compases, también se sembraba otra revolución. Billie Holiday solía decir que un prostíbulo era el único lugar donde blancos y negros se mezclaban sin problemas. Armstrong fue parte de esa grieta por donde se coló el futuro. Donde la música unía lo que la sociedad separaba.
Pero lo más increíble no fue su talento, ni su fama, ni su fortuna. Lo más increíble fue su bondad.
No cargó odio. No devolvió el desprecio. No usó su grandeza como arma. Tocaba, sonreía y seguía adelante.
Porque, como dijo Duke Ellington, quien lo conoció, lo admiró y lo amó:
"He was born poor, died rich, and never hurt anyone along the way."
Nació pobre, murió rico, y nunca hizo daño a nadie en el camino.
Y eso, en un mundo que a menudo premia al más fuerte, al más frío, al más calculador,
hace de Louis Armstrong algo aún más raro que un genio:
una leyenda sin rencor.
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